
Debo despedirme, lo sé.
Pero me cuesta, y mucho.
Pienso en lo que pasó y no consigo entenderme conmigo misma.
Tengo dos vocecitas que me hablan, que me guían, que me aconsejan, que me cuentan. Y me llevo bien con las dos. Pienso que me pueden llevar a ser carne de psiquiátrico. Aunque de momento todo bajo control.
Sin embargo, por debajo de este equilibrio aparente hay un tremendo dolor de estómago cuando recuerdo tus palabras. Aquel puñal brillante que sentí clavarse en mi silueta transparente. Tuve tiempo de apartarme, pero aún así la sangre de mi espectro me salpicó.
Y ahora no sé qué hacer con esas palabras pronunciadas. Cómo hacer que no escuché lo que escuché. Cómo vivir con esas palabras provocando dolor de estómago y de alma.
Cómo comprender, como tolerar, como dar el siguiente paso, hacia dónde .
Por qué me entregaste aquellas palabras que no te pedí.
Por qué están manchadas de miedo, de rabia, de dolor de niño perdido.
Para qué las pusiste sobre mi mesa. Qué se supone que debo hacer con ellas.
No puedo despedirme con este dolor de estómago.
Puedo perdonar, puedo sacudirme, puedo caminar, puedo volar, puedo incluso amarte. De hecho te amo.
Pero no sé cómo aliviar este dolor de alma.
Dile a ese niño que vuelva y que me cuente al oído por qué. Para qué.
Acaso jugaba confiado y se hizo mayor de pronto.
Se enfadó como un niño malcriado y rompió el juguete entre sus manos.